Subía las escaleras, y a cada salto las viejas tablas se quejaban con
su crujido. De una en una, de dos en dos, y cada curva era un vuelo
vertiginoso, pues mis manos tomaban la
vieja barandilla y con el impulso hacía el giro volando hasta retomar la
dirección recta de los siguientes 15
peldaños. Así siempre, hasta llegar a la cuarta planta, donde la ventana del
descansillo daba luz, frescor y vida a las plantas que moraban permanentemente.
Los geranios daban color al tapiz que tenían como fondo, una pared amarillenta
y descascarillada. Los claveles y la hierbabuena aromatizaban la estancia.
Jadeante y sudoroso, empujaba la siempre entreabierta puerta de
mi casa. La radio eternamente sonando, bien con pasodobles, bien con las
radionovelas. El olor a comida despertaba mis sentidos, y siempre en la lumbre
un cocido donde el chup chup acompasaba los momentos previos a la comida.
Como en todas las casas de
vecinos, desde la primavera hasta bien entrado el otoño, las ventanas siempre
abiertas, y la intimidad parecía no existir en ninguna casa, pues cuando a mi
amigo Paquito le castigaban, era conocedor de tan triste noticia en vivo y en
directo, para que hablen de avances tecnológicos. “Las ventanas abiertas sí que
es un avance”.
Entraba gritando “ya he llegado”
pero el ensimismamiento de mi madre, afanada en su tarea y la música evitaron
que percibiera mi presencia. En la cocina, unas manos delicadas amasaban pan.
Manos amorosas y sensibles, empeñadas en conseguir la mezcla
perfecta, unidos con los ingredientes de la paciencia y el placer de hacer bien
las cosas.
La vieja mesa de la cocina se
quejaba de los envites. ¡Cuántas comidas! ¡Cuántas recetas! ¡Cuántos deberes!
¡Cuántas tardes de invierno alrededor de la mesa, radionovelas y del negrito
del África Tropical! Si la mesa hablase, no pararía de contar historias,
alegrías y tristezas. Era una mesa privilegiada, siempre vestidita como de
domingo, con su mantel de cuadro rojos y en el centro un frutero que nos
hablada de la estación del año en la que estábamos.
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