martes, 1 de enero de 2013


LA COCINA


Subía las escaleras, y  a cada salto las viejas tablas se quejaban con su crujido. De una en una, de dos en dos, y cada curva era un vuelo vertiginoso,  pues mis manos tomaban la vieja barandilla y con el impulso hacía el giro volando hasta retomar la dirección recta de los siguientes  15 peldaños. Así siempre, hasta llegar a la cuarta planta, donde la ventana del descansillo daba luz, frescor y vida a las plantas que moraban permanentemente. Los geranios daban color al tapiz que tenían como fondo, una pared amarillenta y descascarillada. Los claveles y la hierbabuena aromatizaban la estancia.


Jadeante y sudoroso,  empujaba la siempre entreabierta puerta de mi casa. La radio eternamente sonando, bien con pasodobles, bien con las radionovelas. El olor a comida despertaba mis sentidos, y siempre en la lumbre un cocido donde el chup chup acompasaba los momentos previos a la comida.


Como en todas las casas de vecinos, desde la primavera hasta bien entrado el otoño, las ventanas siempre abiertas, y la intimidad parecía no existir en ninguna casa, pues cuando a mi amigo Paquito le castigaban, era conocedor de tan triste noticia en vivo y en directo, para que hablen de avances tecnológicos. “Las ventanas abiertas sí que es un avance”.


Entraba gritando “ya he llegado” pero el ensimismamiento de mi madre, afanada en su tarea y la música evitaron que percibiera mi presencia. En la cocina, unas manos delicadas amasaban pan. Manos amorosas y sensibles, empeñadas en conseguir la mezcla perfecta, unidos con los ingredientes de la paciencia y el placer de hacer bien las cosas.


La vieja mesa de la cocina se quejaba de los envites. ¡Cuántas comidas! ¡Cuántas recetas! ¡Cuántos deberes! ¡Cuántas tardes de invierno alrededor de la mesa, radionovelas y del negrito del África Tropical! Si la mesa hablase, no pararía de contar historias, alegrías y tristezas. Era una mesa privilegiada, siempre vestidita como de domingo, con su mantel de cuadro rojos y en el centro un frutero que nos hablada de la estación del año en la que estábamos.

Los aromas, los sonidos del patio, el aire cálido que entraba por la ventana y hasta las pesadas moscas de la época ponían calor y color a aquella cocina, que era nuestro pequeño rincón.

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