CARAMELOS Y CINE
Era tarde, y el frio arreciaba. Metí mis manos en los
bolsillos y en el derecho, encontré el caramelo que me regaló mi hija cuando
volvió del cumpleaños de ayer.
Lo apreté fuerte y la memoria me traslado a aquella cola que
formábamos los chavales para ver la película infantil de cada domingo, donde
con 10 pesetas pagabas la entrada y te comprabas chucherías hasta gastar todo
el dinero. Valía la pena llevar los bolsillos llenos, pues dos horas de cine
bien endulzadas sabían muchísimo mejor.
En la cola todo eran empujones, collejas, tú me adelantas, y
yo me cuelo. Carreras para buscar la bufanda que un chico mayor que había
arrebatado pretendiendo que volase del principio hasta el fin de la cola.No sé
que era mejor si la película o la larga media hora que hacíamos cola, donde el
aburrimiento por la espera era contrarrestado con el mejor antídoto, la
imaginación, el juego y el intercambio de chicles y caramelos. Te cambio uno de fresa por un de limón. No
mejor un chicle por dos caramelos, al fin y al cabo dos caramelos cuesta lo
mismo que un chicle. Vale trato hecho pero yo paso delante de ti.
Luego por fin se abrían las puertas del cine donde la
multitud aplaudía y la espera fuera tocaba a su fin. Cortaban las entradas y
todo era una carrera escaleras arriba hasta alcanzar el segundo anfiteatro que
era nuestro sitio preferido, pues desde allí podías lanzar cosas al patio de
butucas y “pio, pio, que yo no he sido”.
Se apagaban las luces y otra ovación brotaba de toda la
chavalería, donde hacía apuestas con mis amigos sobre quien aparecería en la
pantalla, si la chica de la antorcha o el
león. Eran apuestas fuertes, a veces hasta de tres caramelos. Dependiendo
de la suerte se hartabas de caramelos o salías insatisfecho. ¡Jope, gané yo, la chica de la antorcha fue
la que salió! Caramelo a la boca y desenvolver el siguiente. Con la impaciencia por disfrutar de la
película, el caramelo sufría un centrifugado, que ni la Bosch lo deshacía tan
deprisa.
Recuerdo el olor a ese ambientador de limón tan intenso, que
al día siguiente cuando ibas al colegio, te decían los compañeros, ayer fuiste
al cine traes, el ambientador por colonia.
Era apasionante como se desarrollaba la proyección, cuando
empezaban a salir rayas en la pantalla es que se iba a producir el corte, donde
el de la cabina tenía que cambiar de royo. ¡Jope! A los 30 segundos ya estaba
todo el cine protestando. ¿Cómo se podía dejar intrigada toda la gente aunque
fuera por poco tiempo? De pronto el de la linterna intentaba poner orden y
cuando nos alumbraba, todos callados, colmados de paciencia fingida, hasta que
se daba la vuelta, momento en el que el griterío afloraba con mucha mayor
fuerza.
Todos éramos grandes justicieros, estábamos a favor del bueno
y si nos dejaban al malo éramos capaces de cualquier cosa. Muchas veces, no
entendíamos porqué el bueno no arreglaba aquello con la rapidez que nosotros lo
haríamos. Al final se imponía la justicia y ganaba el bueno, además se llevaba
a la chica guapa y cuando se daban el beso el fin cortaba la escena. ¡Qué
segundos finales! Si, los del beso. Yo miraba a mis amigos y todos estaban con
la boca abierta y se les caía la baba. Todos deseábamos que por una vez dejaran ese beso unos
segundos más. Pero daba igual, ocurrió lo más importante, el bueno ganó y se
llevó a la chavala más guapa y aplaudíamos a rabiar.
Por dos horas nos olvidamos de todo, hasta del examen del día
siguiente. Jugamos, reímos, gritamos, el bueno ganó gracias a nuestro
incondicional apoyo desde el gallinero y
las chuches fueron el complemento perfecto para la sesión infantil de todos los
domingos.