martes, 29 de enero de 2013

MAGIA

Te he visto hacer ese juego de cartas un montón de veces. La pistola, lo llamas tú, porque los naipes salen disparados de entre tus dedos, y se estrellan contra la mesa en un desorden rojinegro de figuras y de palos. Entonces tus manos se juntan de repente, aplastando con fuerza una carta vuelta contra la parte superior del mazo.

Me miras fijamente. Hay un halo de misterio en tu mirada en el que me sumerjo sin dudarlo. Por unos instantes, los dos nos encontramos en un profundo hoyo del subconsciente por el que tú me vas guiando. Te siento cerca, muy cerca, en medio de un ir y venir de alientos y de espasmos.

Si, una vez más he elegido la carta que tú querías que eligiera. Lo descubren mis ojos atónitos cuando lanzas ya boca arriba el naipe que coronaba el mazo. En mis labios queda grabado por siempre el sabor de la magia de tus manos.

miércoles, 23 de enero de 2013

Sangre gemela

Hasta el día de su funeral nadie lo sabía. Ni siquiera los vecinos más viejos, esos que vivían allá en la corrala desde el principio de los tiempos.

Aparecieron una noche con un petate y se quedaron en la casa. Hacía meses que estaba cerrada, dicen, que porque la dueña marchó a su pueblo, pero cuando llegaron ellos, se dispararon las lenguas, mil historias sin resuello: que si la habían heredado; que si él era el hijo secreto de Blasa, aquel que nació de un apasionado encuentro; que si habían asesinado a la abuela para apropiarse del piso, y un montón de dimes y diretes, que alimentaron el aburrimiento.

Mi madre decía que sabía mirar dentro de las personas: ver sus corazones y poder así contar si sus latidos eran pares o impares. Los primeros eran de gente buena: aquellos a los que no les importaba compartir, mientras que los segundos, pertenecían a otros que lo querían todo para sí. Alfonso y Leonor eran pares, o eso decía ella, con aquella sonrisa que iluminaba el principio de la noche: "A dormir, chiquitinas -susurraba-. Mañana vendrán los abuelos para llevaros al cole. Que soñéis con los angelitos. Os quiero mucho, princesas".

Cuando mi padre se fue, encontró trabajo en la imprenta y allí sus horas pasaban, entre letras, muchas letras, convertidas en comida después. No tenía a nadie con quien dejar a sus hijas: ella era de Zamora y había venido a Madrid por su hombre, chica joven de latidos pares, que se dispararon como fuegos artificiales al conocer a Daniel. Así llegó a la corrala, anillo en mano, veinteañera casada, hasta que Soledad, esa que congela la sangre en las venas, se llevó a un marido cuyas mentiras llovían, que nunca volvió a aparecer.

Alfonso y Leonor la ayudaron entonces, haciéndose cargo de nosotras mientras buscaba trabajo. Siempre de negro ellos dos, guardando luto de vida, cuyo por qué se desconocía, pero tan buenos por dentro, que los colores salían, rodeando cada palabra, cada caricia, cada sonrisa, con las que demostraban que nos querían.

Éramos sus nietas adoptivas, o eso decían riendo, y nos paseaban por el Retiro dejándonos rebozar en la arena. Después una piruleta, golosinas, chicles a peseta, y violetas, muchas violetas, que Alfonso se comía a escondidas, rememorando aquella su infancia perdida.

Les llamábamos abuelo y abuela. Nunca conocimos a los nuestros: los de mi madre murieron y los de mi padre, todo un misterio. Nuestros apellidos, García Medina, flotaban como un subtítulo en documentos oficiales: a veces la sangre separa y el día a día nos une. "Alfonso, ¿tú eres mi abuelo?", preguntaba mi hermana pequeña, y él, con sus dientes blancos, dentadura postiza adherida, esbozaba una gran sonrisa: "Pues claro, mi niña, claro, yo soy tu abuelo de vida".

Al principio no entendíamos lo de abuelos adoptivos, pero mamá nos lo explicó un día: "Nacemos compartiendo sangre y adoptamos de corazón. Hay que ser felices, mis niñas, y Alfonso y Leonor os quieren. ¿A que vosotros también les queréis?", y contestábamos que sí, que mucho, porque ellos eran muy buenos.

Cuántos años ha de aquello... El tiempo pasa sin tregua... Miro las fotos y sueño con poder tocarles de nuevo, mi mano pequeña, suave, recogida entre las suyas, paseando por el barrio; Leonor curándome heridas cada vez que me caía: "No llores, niña, canta, que es lo que al dolor espanta", y se reía después, dándome un fuerte beso en mi rosada mejilla. "Venga, Julia, ponte una tirita y vamos a jugar a las chapas, que nos está esperando el abuelo", decía mi hermana pequeña, y allá que íbamos, al parque, donde Alfonso era niño de nuevo.

Fue en el velatorio cuando nos enteramos, apellidos iguales los suyos: Martín de la Iglesia, se llamaban; marido y mujer no eran, sino hermanos como nosotras, que huyendo de explicaciones, nubes oscuras de guerra, habían corrido un velo ante ésa su sangre gemela. Lo demás no sé, quién sabe... Sólo sé que eran personas, que su amor nos regalaron.

jueves, 10 de enero de 2013

ODA A LA VIDA

ODA A LA VIDA

La vida es como un mar
se manifiesta calmoso
cuando esta tranquilo
y agitado con olas
cuando tiene problemas.

La vida es un recorrido
como todos los que nadan
y atraviesan el mar
La vida tiene un fin
la muerte
como las olas que se apagna
en el mar y mueren

¿ Qué significa este fin?
el comienzo de una nueva vida
o el final definitivo
¡Oh mar quiero vivir!
contemplarte desde la orilla
verme acariciada por tus aguas
impresionarme
emocionarme
sentir
pensar

Los rayos de sol iluminan tus aguas
e iluminan mi cuerpo
quiero verme arropada por tu luz
y que ilumine mi vida

2013 y olé


Apuntarme a sevillanas, traje de lunares puesto, aunque mi marío, ese soso revenío, no las sepa ni bailá.

Comer pissa to' los viernes, en vez de pescailla a la plancha, que estoy jartita, mi arma, y hay que variar er menú.

Llevar bragas cuello vuelto, como disen mis amigas -odio los tangas, quilla, er culo partío en dos-, aunque las vesinas se rían al verlas tendías al fresco.

Fingir que fumo un sigarro, pa' haserme la interesante, cuando espero el autobús a las sinco en la parada.

Guiñarle estos mis ojillos, a ese conductor moreno, que por sierto, está mu güeno, cuando me suelta su "¡Guapaaaaa!" y me desmayo sin más.

Comprarme unos sapatos rojos, tacón alto, niña shica, aunque no me peguen con na'.

Y aprender a caminar con ellos, osú, que pa' eso está la Carmen -¡menudo tipaso tiene!-, pa' enseñarme a desfilá.

Y desirle a mi marío, ese que sólo ve er fútbol, Betis por aquí y por allá: Fabricio, Castro, Paulao, Cañas y hasta Doraó, que me quiero separar.

martes, 1 de enero de 2013


LA COCINA


Subía las escaleras, y  a cada salto las viejas tablas se quejaban con su crujido. De una en una, de dos en dos, y cada curva era un vuelo vertiginoso,  pues mis manos tomaban la vieja barandilla y con el impulso hacía el giro volando hasta retomar la dirección recta de los siguientes  15 peldaños. Así siempre, hasta llegar a la cuarta planta, donde la ventana del descansillo daba luz, frescor y vida a las plantas que moraban permanentemente. Los geranios daban color al tapiz que tenían como fondo, una pared amarillenta y descascarillada. Los claveles y la hierbabuena aromatizaban la estancia.


Jadeante y sudoroso,  empujaba la siempre entreabierta puerta de mi casa. La radio eternamente sonando, bien con pasodobles, bien con las radionovelas. El olor a comida despertaba mis sentidos, y siempre en la lumbre un cocido donde el chup chup acompasaba los momentos previos a la comida.


Como en todas las casas de vecinos, desde la primavera hasta bien entrado el otoño, las ventanas siempre abiertas, y la intimidad parecía no existir en ninguna casa, pues cuando a mi amigo Paquito le castigaban, era conocedor de tan triste noticia en vivo y en directo, para que hablen de avances tecnológicos. “Las ventanas abiertas sí que es un avance”.


Entraba gritando “ya he llegado” pero el ensimismamiento de mi madre, afanada en su tarea y la música evitaron que percibiera mi presencia. En la cocina, unas manos delicadas amasaban pan. Manos amorosas y sensibles, empeñadas en conseguir la mezcla perfecta, unidos con los ingredientes de la paciencia y el placer de hacer bien las cosas.


La vieja mesa de la cocina se quejaba de los envites. ¡Cuántas comidas! ¡Cuántas recetas! ¡Cuántos deberes! ¡Cuántas tardes de invierno alrededor de la mesa, radionovelas y del negrito del África Tropical! Si la mesa hablase, no pararía de contar historias, alegrías y tristezas. Era una mesa privilegiada, siempre vestidita como de domingo, con su mantel de cuadro rojos y en el centro un frutero que nos hablada de la estación del año en la que estábamos.

Los aromas, los sonidos del patio, el aire cálido que entraba por la ventana y hasta las pesadas moscas de la época ponían calor y color a aquella cocina, que era nuestro pequeño rincón.