Hasta el día de su funeral nadie lo sabía. Ni siquiera los vecinos
más viejos, esos que vivían allá en la corrala desde el principio de los
tiempos.
Aparecieron una noche con un petate y se
quedaron en la casa. Hacía meses que estaba cerrada, dicen, que porque
la dueña marchó a su pueblo, pero cuando llegaron ellos, se dispararon
las lenguas, mil historias sin resuello: que si la habían heredado; que
si él era el hijo secreto de Blasa, aquel que nació de un apasionado
encuentro; que si habían asesinado a la abuela para apropiarse del piso,
y un montón de dimes y diretes, que alimentaron el aburrimiento.
Mi
madre decía que sabía mirar dentro de las personas: ver sus corazones y
poder así contar si sus latidos eran pares o impares. Los primeros eran
de gente buena: aquellos a los que no les importaba compartir, mientras
que los segundos, pertenecían a otros que lo querían todo para sí.
Alfonso y Leonor eran pares, o eso decía ella, con aquella sonrisa que
iluminaba el principio de la noche: "A dormir, chiquitinas -susurraba-.
Mañana vendrán los abuelos para llevaros al cole. Que soñéis con los
angelitos. Os quiero mucho, princesas".
Cuando mi padre
se fue, encontró trabajo en la imprenta y allí sus horas pasaban, entre
letras, muchas letras, convertidas en comida después. No tenía a nadie
con quien dejar a sus hijas: ella era de Zamora y había venido a Madrid
por su hombre, chica joven de latidos pares, que se dispararon como
fuegos artificiales al conocer a Daniel. Así llegó a la corrala, anillo
en mano, veinteañera casada, hasta que Soledad, esa que congela la sangre en las venas, se llevó a un marido cuyas mentiras llovían, que nunca volvió a aparecer.
Alfonso
y Leonor la ayudaron entonces, haciéndose cargo de nosotras mientras
buscaba trabajo. Siempre de negro ellos dos, guardando luto de vida,
cuyo por qué se desconocía, pero tan buenos por dentro, que los colores
salían, rodeando cada palabra, cada caricia, cada sonrisa, con las que
demostraban que nos querían.
Éramos sus nietas
adoptivas, o eso decían riendo, y nos paseaban por el Retiro dejándonos
rebozar en la arena. Después una piruleta, golosinas, chicles a peseta, y
violetas, muchas violetas, que Alfonso se comía a escondidas,
rememorando aquella su infancia perdida.
Les
llamábamos abuelo y abuela. Nunca conocimos a los nuestros: los de mi
madre murieron y los de mi padre, todo un misterio. Nuestros apellidos,
García Medina, flotaban como un subtítulo en documentos oficiales: a
veces la sangre separa y el día a día nos une. "Alfonso, ¿tú eres mi
abuelo?", preguntaba mi hermana pequeña, y él, con sus dientes blancos,
dentadura postiza adherida, esbozaba una gran sonrisa: "Pues claro, mi
niña, claro, yo soy tu abuelo de vida".
Al principio no
entendíamos lo de abuelos adoptivos, pero mamá nos lo explicó un día:
"Nacemos compartiendo sangre y adoptamos de corazón. Hay que ser
felices, mis niñas, y Alfonso y Leonor os quieren. ¿A que vosotros
también les queréis?", y contestábamos que sí, que mucho, porque ellos
eran muy buenos.
Cuántos años ha de aquello... El
tiempo pasa sin tregua... Miro las fotos y sueño con poder tocarles de
nuevo, mi mano pequeña, suave, recogida entre las suyas, paseando por el
barrio; Leonor curándome heridas cada vez que me caía: "No llores,
niña, canta, que es lo que al dolor espanta", y se reía después, dándome
un fuerte beso en mi rosada mejilla. "Venga, Julia, ponte una tirita y
vamos a jugar a las chapas, que nos está esperando el abuelo", decía mi
hermana pequeña, y allá que íbamos, al parque, donde Alfonso era niño de
nuevo.
Fue en el velatorio cuando nos enteramos,
apellidos iguales los suyos: Martín de la Iglesia, se llamaban; marido y
mujer no eran, sino hermanos como nosotras, que huyendo de
explicaciones, nubes oscuras de guerra, habían corrido un velo ante ésa
su sangre gemela. Lo demás no sé, quién sabe... Sólo sé que eran
personas, que su amor nos regalaron.
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