viernes, 30 de noviembre de 2012

Abuela

Toco tu pie y esos dedos arrugados, viejitos, como tus ochenta y cuatro, se encogen entre mis manos. Te ríes como una niña, esa que eres, con arrugas, sin dientes, y tus ojos brillan con ese amor que saluda a la despedida.

Se me pone un nudo en la garganta cuando tarareas esa nana que acunó mis días de infancia y recuerdo mi cabecita morena, pelo enredado, guerra de abuela, escuchando tu corazón, mientras mi saltar a la comba, jugar a la goma o al escondite inglés, cerraban sus párpados sesenta minutos, no más, no menos, para dormir entre tus brazos y soñar con esos libros que ya empezaba a leer.

Me gustaría decirte que siempre te quise y siempre te querré; que te quiero ahora, chiquita, en este adiós ya anunciado, pero por una vez las palabras se marchitan en mis labios. Tú los pintaste de rojo: "He de estar guapa al morir", y allí estás, tumbada en la cama, cual princesa en busca de reino. "Mi niña, no me voy lejos. Estaré siempre contigo. Sonríe, niña, no llores, que ya lloré yo por dos. La guerra mi niña, llanto; mucho dolor, mucho espanto, pero ahora no tengo miedo, porque el sol está saliendo."

Miro por la ventana, hospital, paredes frías: "Es de noche, abuela mía", pero lo digo bajito, tus ojos verdes cerrados, mientras mi nudo se estrecha y tú me tomas la mano: "Te quiero mucho, mi niña", susurras en un suspiro. Tu corazón ya no late, el mío lo hace por dos, se acelera en su tristeza, coreando éste su adiós. Mis lágrimas mojan tu piel, "Nunca fui obediente, abuela", pero a la par sonrío, porque sé que tú me ves.

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